La banda estadounidense Black Veild Brides de mtealcore / heavy-metal / post-hardcore sacó hace muy poco el video de "Rebel Love Song" de su último álbum "Set the world on fire". Disfruten.
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domingo, 16 de octubre de 2011
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La banda americana de hard-rock y rock alternativo "Adelitas Way" sacó hace muy poco el videoclip titulado "The collapse". El primer video no sé muy bien si es oficial. Pero el segundo estoy seguro que sí y es un Lyric Video. Disfruten.
Posted by estebanlc_rock On
jueves, 13 de octubre de 2011
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Esta banda la encontré buscando grupos por Youtube. La verdad el video ya es un poco viejo, fue realizado en el año 2006 si mal no me informé. Al principio me pareció una buena banda pero luego de ver otros videoclips no me terminaron de convencer. Aunque de todos modos "This could be anywhere in the world" vale la pena mirarlo y por eso hago el post en cuestión.
Ahhh! me olvidaba, por si a alguno le interesó Alexisonfire les comento que lamentablemente ya se separaron así que no se gasten en buscar, ni en seguirlos. Al menos es mi opinión, no le veo sentido seguir a una banda que ya no existe, a menos que haya dejado una huella en nuestro ser. Disfruten.
Posted by estebanlc_rock On
lunes, 10 de octubre de 2011
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¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo.
Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
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domingo, 9 de octubre de 2011
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Nos gustaba la casa porque
aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros
bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura
pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza
por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a
Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al
mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos
sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y
como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era
ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor
motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos.
Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple
y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día,
vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad
matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se
porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre
necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para
ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo
no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca
tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por
las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa.
Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me
interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero
cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve
valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la
cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los
dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la
puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la
cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada;
avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el
otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de
la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el
baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande;
si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas
para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca
íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es
increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad
limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra
en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las
consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien
con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias
inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de
repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que
llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El
sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un
ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la
puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de
golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y
además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja
del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo. Dejó
caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. -¿Estás seguro?
Asentí. -Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en
este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su
labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con
tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya
estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y
ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras
yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios
al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un
poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a
revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el
tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en
el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel
para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y
poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de
la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a
veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por
medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos
respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los
mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las
hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a
hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay
demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy
pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche,
cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y
antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso
de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal
vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi
lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente
que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el
pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo
hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos
quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente. -No,
nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de
mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con
mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a
la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y
tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Les dejo 3 temas de la banda americana de post-hardcore Dance Gavin Dance correspondientes a los álbumes "Downtown Battle Mountain" y "Downtown Battle Mountain 2". Disfruten.
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autora de Hipernova.* Manual de una esposa perfecta* es un divertido relato
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